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En la década de los ochenta, la estrategia de Reagan y la autoridad moral de Juan  Pablo II precipitaron el fin del comunismo soviético y de su bloque. Mientras,  Thatcher sacaba a Reino Unido de una profunda crisis, ganaba el pulso a los  sindicatos, elaboraba un poderoso discurso e incentivaba el capitalismo popular, que convirtió a millones de ciudadanos en accionistas. Fukuyama interpretó el fin  de la Guerra Fría como “Fin de la Historia”: la democracia liberal había vencido.

La izquierda toda se resintió. La intelectualidad occidental estaba llena de  “compañeros de viaje”. El grueso del mundo cultural en Europa y América podía no desear para sí el comunismo, pero le había ayudado al centrar sus críticas en el  capitalismo y en la “democracia formal”, además de dar eco a campañas  promovidas por la URSS. En el ámbito político, el fin del comunismo soviético no solo afectó a sus homólogos ideológicos, sino también a los socialdemócratas, que veían en la URSS un contrapeso al capitalismo. Sin embargo, la socialdemocracia había triunfado en Europa con los Estados de bienestar (logro compartido con una parte de la derecha: la impulsora de la economía social de mercado).

Mientras, una propuesta posmarxista, arrancando de Gramsci (y desbordándolo), asumía la democracia liberal, postulaba su radicalización y mostraba al “socialismo” el camino hacia la hegemonía: el concepto de clase social ya no era operativo en sociedades avanzadas; debían acogerse todas las luchas de las minorías y todos los activismos para enlazarlos en un discurso integrador que los mantendría dentro de la izquierda. Eso sería la izquierda. Los autores de la propuesta fueron E. Laclau y C. Mouffe (Hegemonía y estrategia socialista, 1985).

Acertaron. Tres décadas después de aquella publicación académica, la izquierda democrática giró hacia un radicalismo descontrolado que se vale de causas muy diversas: multiculturalismo, alarmismo climático, autodeterminación de género, indigenismo, nacionalismos de secesión, nuevos feminismos, BLM, antiespecismo, veganismo, etc. Muchas de las causas son identitarias (de un modo más profundo todas lo son). Poseer varias identidades invita a la “interseccionalidad”, concepto clave para la nueva izquierda académica. El discurso hegemónico, y cada causa por separado, se alimentan de antagonismo: proveen nuevos enemigos y perpetúan la vieja dinámica izquierda-derecha.

La derecha interioriza las premisas hegemónicas (de ahí su hegemonía) para atemperar el antagonismo. Esperanza vana. Las grandes empresas, persuadidas de que lo hegemónico es lo mayoritario, toman partido. Los gobiernos convierten en políticas públicas los contravalores hegemónicos, por definición crecientes. La coacción, la cancelación y la preeminencia del sentimentalismo sobre el debate neutralizan las muestras de discrepancia, que equivalen a jugarse la carrera. Así, el capitalismo moralista y el intervencionismo moral están desvirtuando principios fundacionales como la libertad de expresión, la igualdad o la carga de la prueba. Un proceso que solo podrá detenerse vía guerra cultural: elaborando y difundiendo un discurso  alternativo con vocación igualmente hegemónica. No para que la hegemonía cultural pase a la derecha, sino preservar la democracia liberal

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